A sangre y fuego
«A sangre y fuego» se leía en los tatuajes de sus brazos; en uno escrito en la lengua de su patria y, en el otro, en el idioma común.
A sangre y fuego la habían arrancado de los brazos de su madre y la habían arrastrado como a un criminal para entregarla a las armas.
A sangre había conocido el látigo y el filo de la espada que corta la carne.
A fuego había grabado en su carácter la fortaleza para dejar de sentir.
A sangre había aprendido a no comer, a no dormir, a no hablar.
A fuego había interiorizado que su cuerpo solo valía si era para matar.
Conocía las artes de la guerra y las de la magia. Las debilidades de los hombres y de las mujeres y sabía cómo hacerlos caer a sus pies, ya sea enteros o en pedazos.
No tenía nombre, no tenía pasado, no tendría futuro. Lo suyo era solo un eterno presente, a las órdenes de aquel que había sumido al mundo en el caos.
«Pero yo soy el caos. Soy la destrucción. Soy quien causa las pesadillas de los héroes. Soy quien siembra sangre y fuego» pensó la guerrera.
Y, cuando se dio cuenta de que las huellas de sus botas pintaban en el suelo solo un manto carmesí, regresó sobre sus pasos y se encaminó hacia la torre más alta del reino.
Tenía el poder y lo usaría para remediar el daño, aunque los muertos no volvieran a la vida, aunque las aldeas reducidas a cenizas no pudieran ser reconstruidas, aunque las tierras quemadas se hubieran convertido en campos estériles, aunque las viudas gritaran maldiciones cuando la vieran pasar, aunque los huérfanos lloraran al verla. Llegaría el momento en que la recordarían con tanto amor como odio.
Aunque no llegara a ver ese día.