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Publicado en Relatos
Lunes, 3 de Junio del 2024

La última flor

Vivía en una constante penumbra y se había acostumbrado a ella, la veía a todas horas y era su única compañera.

Ya no había amaneceres ni atardeceres, mucho menos mediodías. Hacía un largo tiempo que no hablaba con nadie, puesto que la última persona que recordaba había partido hacía meses, o tal vez, hacía años. No podía saberlo con certeza, puesto que lo único constante era ese color rojizo del cielo que nunca cambiaba. Imposible contar días, noches, horas, meses.

No había luna, ni sol, ni siquiera estrellas.

Sin saber cuándo había sido la última vez que cazó un animal, se sentó en la reseca tierra a mirar al único ser vivo que le quedaba y, así, ignorar el eterno atardecer y al hambre que le atenazaba las entrañas, tan constante como el ocaso.

Le dolían los huesos, y su vista se nublaba de a ratos, pero luchó en vano para mantenerse despierta y observar, con todas la ilusión, a que no sucediera.

Aun así, frente a ella, del solitario tallo que emergía de la tierra, cayó una hoja y luego otra.

Los pálidos pétalos se volvieron marrones con la lentitud del tiempo y se desprendieron del botón amarillento que los sostenía. Cuando el último de ellos acarició la cuarteada superficie que una vez los vio nacer, una sola lágrima rodó por sus ancianas mejillas. Extendió uno de sus artríticos dedos y, con toda la suavidad que sus espasmos musculares se lo permitieron, rozó por última vez la aterciopelada y decrépita rugosidad de una de esas diminutas gotas de esperanza, ahora tan secas como la tierra misma.

La última flor había muerto.