La pequeña estaba cubierta de sangre de pie a cabeza y se encontraba arrodillada en el suelo. Sus brazos subían y bajaban, rítmicamente, ya que sostenía entre sus manos una daga que enterraba en un bulto ensangrentado que parecía ya no tener ninguna clase de vida… ni forma.
—¿Lena? —dijo—. Soy yo, el maestro Naga.
La niña se detuvo y levantó la vista hacia él.
—Maestro… él me conocía. —Lena sonrió, nerviosa, lo que fue escalofriante. La daga resbaló de sus manos teñidas de muerte, y se ocultó entre la hierba que crecía a su alrededor. Su rostro estaba cubierto de la sangre de sus víctimas y sus pequeños dientes blancos asomaron entre sus labios—. Era un mago de Viktoria. Tuve que hacerlo, maestro. Tuve que…
—Comprendo, está bien —asintió. Habló con la mayor calma posible, para no alterarla todavía más—. Necesitamos a los maestros y a Shanyi, debes despertarlos ahora, para que nos ayuden a…
—Listo, maestro —dijo la niña.
—Bien, muy bien. —Naga se acercó unos pasos a ella.
—Maestro… perdón. —Lena comenzó a llorar y se cubrió el rostro con las manos, sin importarle el estado en el que estaban—. Ya no quiero ser así.
—Podemos hablar después, ¿sí?
—¿Qué harán conmigo? —Lena lo miró—. Los maestros, ¿qué harán?